Alejandro Fernández apareció en el redondel de la Monumental Plaza de Toros México con su espectáculo 360 grados, y se posó en los 43 mil pares de retinas y comenzó a partir plaza en los cuatro puntos cardinales del coloso: tuntún al norte, tuntún al sur, trintrín al oriente, trintín al poniente y con el prumpún al centro, comenzó con El rey la letanía de las exitosas canciones con las que El Potrillo deleitó a la horda de su variada fanaticada.
Afuera de la monumental, parecía una romería, además de los tradicionales puestos de playeras, camisetas, jorongos, sombreros, tazas y bolsas, estaban emblemáticos puestos de feria que ofertaban pambazos, tostadas, pozole y flautas, lo que logró alejar las penurias acumuladas para llegar al recinto causadas por el caos vial.
Dentro los anacrónicos túneles de la Monumental Plaza de Toros México parecían transportar a los asistentes a una cuarta dimensión donde el espacio tiempo se volvió lineal y para que todos se convirtieran en uno solo concentrados en la figura de Alejandro Fernández, quien estaba enfundado en su traje de charro de color negro con vivos de oro para presentar su gira Amor y Patria en la Ciudad de México.
El concierto giró entre las notas de música ranchera, el pop suave, la indelicada norteña y las percusiones polisontes de salsa y cumbia.
Popurrís y tributos a Juan Gabriel, José Alfredo Jiménez, Joan Sabastian y a su padre, Vicente Fernández, piezas trenzadas cantadas fuerte con sentimiento profundo… intenso… inaudito.
Más de dos horas de canciones llegadoras, con la música más maravillosa del mundo y con temas tatuados en el inconsciente colectivo, como Estos celos, Me dediqué a perderte, Nube viajera, Las llaves de mi alma y Estrella.
32 rolas cantadas a todo pulmón; dos horas y 15 minutos de gozo y al mismo tiempo de una insatisfacción porque el concierto de El Potrillo no fue suficiente ni siquiera en 360 grados.
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